De cuando en cuando hay que darse un caprichito, es nuestro consejo. Si este gusto se puede dar en el mundo culinario, no es que lo aprobemos, es que debería ser de obligado cumplimiento. Por eso, nos hemos puesto nuestras mejores galas y hemos acudido al selecto El Club Allard, en pleno centro de Madrid.
Inaugurado para socios en 1998 en el maravilloso edificio de Casa Gallardo, el club del mismo nombre (sin la G y sin la O) abrió sus puertas al público en 2003 y reabrió las mismas en 2022 para “recuperar el brillo de la Alta Cocina en Madrid”. Con una historia de éxitos, caídas, resurgires inesperados y ganancias y pérdidas de Estrellas Michelin (llegó a tener dos), el restaurante es un sitio aparentemente elitista en el que la etiqueta no es requerida, pero en el que el ambiente lo sigue pidiendo. La chef Cristina Rubina (que según su web “mide 1’50, pero se hace grande tras los fogones”…) es la nueva encargada de la propuesta gastronómica que se divide en dos menús degustación: uno de ocho momentos (90€) y otro de 12 (130€) con opción a maridaje (60€ y 90€ por persona respectivamente).
“Inaugurado para socios en 1998 en el maravilloso edificio de Casa Gallardo, el club del mismo nombre (sin la G y sin la O) abrió sus puertas al público en 2003 y reabrió las mismas en 2022 para recuperar el brillo de la Alta Cocina en Madrid.”
Según llegamos, nos recogieron los abrigos y nos sentaron en una amplia y agradable mesa en el salón principal. Nos ofrecieron tomar un vino o un vermut, que nos presentaron antes de servir. La verdad es que no estamos acostumbradas a estas atenciones, pero siempre es agradable ver qué te vas a tomar antes de ser servida. Pedimos el menú de 8 momentos y lo primero que nos trajeron fueron los panes. Estos, nos explicaron, eran un pan de miga de masa madre (riquísimo), dos láminas de pan tostado de tomate y dos grissini, uno de orégano y otro de semilla de sésamo, todo acompañado de una mantequilla de jamón y una pasta de aceituna verde con aceite de oliva. En cuanto fuimos a clavarle el diente, vinieron a presentarnos el aceite con el que se acompañaría la comida. Un aceite realizado exclusivamente para el restaurante y que nos sirvieron en el plato indicado para ello. El sabor era espectacular sea cual fuese la combinación que eligiésemos pero, hemos de decir que cada una atacó a un untable, acabando rápido con su existencia.
Obviamente, hacemos el inciso, hay que entender que este tipo de restaurantes con menú degustación no ofrecen un menú del día con el que saciar el hambre. Estamos en un lugar donde cada plato (o momento) es una experiencia única. Una mezcla de sabores y texturas pensadas para ser paladeadas con tranquilidad. Hay que pensar en estos lugares más como un restaurante, como un “museo del sabor”.
Dicho esto, entre mordida y mordida de pan, unas hábiles manos nos quitaron el vino y el vermut y comenzaron a servirnos el vino que habíamos pedido, tras presentación, y el primer entrante: una ostra con algas y halófitas en jugo de lima. Buen producto, muy buen sabor a mar y mejor explicación por parte del camarero sobre lo que se podía comer y lo que no. De ahí, las mismas manos hábiles que nos quitaron las copas, nos pusieron una suerte de “croqueta” de rabo de toro con tuétano, cuyo “rebozado” estaba realizado a base de almendras, también exquisito. Por cada “momento” cambiaban plato y cubertería, dando pie a una pequeña locura de camareros que giraban a nuestro alrededor tanto recogiendo, como presentando platos, sirviendo vino, agua…
Y así llegó la Mousse de setas de temporada y merengue de foie gras. Setas cocinadas perfectamente y que se mezclaban sabrosamente con el foie. El siguiente fue un rollito de calabacín con anchoas y aire de perejil y en un principio, comiendo las cosas por separado, no nos llamó la atención… pero una vez unimos todos los sabores en la boca, la fusión fue increíble. Estos dos platos nos demostraron empíricamente la idiosincrasia de estos restaurantes. La fusión de sabores y texturas que consiguen formar en tu boca son impresionantes, si estamos abiertas a ello y nos dejamos llevar por la experiencia. Definitivamente fueron nuestros momentos favoritos.
“Estamos en un lugar donde cada plato (o momento) es una experiencia única. Una mezcla de sabores y texturas pensadas para ser paladeadas con tranquilidad.”
La codorniz y texturas de maíz al carbón y el bacalao con berro y pil-pil (con la piel crujiente del bacalao) cerraron la parte salada del menú, que cerró llevándose los pedazos de pan que aún quedaban, a la misma velocidad que aparecieron la textura de calabaza (puente entre lo salado y dulce) y los petit fours. Y así nos dejaron, disfrutando el vino y el agua que nos quedaba en la tranquilidad de una sala prácticamente en silencio.
Conclusión: es muy difícil ser rico. Creemos que no, pero tener mucho dinero solo trae problemas y dolores de cabeza, porque si estás acostumbrada a que te sirvan y a sólo comer platos degustación (y no vamos a decir quienes estaban, pero se veía que este era su restaurante para quedar con amigos…) tu vida va a otro ritmo. Los menús degustación son, como ya hemos dicho, obras para disfrutar y paladear con tranquilidad, con tiempo, pero toda la locura de cambios de platos, presentaciones y servicios nos abrumaron un poco. La comida estaba riquísima y ciertamente fue una experiencia agradable y diferente, pero parte de una cena es compartir y charlar y entre tanto giro y vuelta no fue posible disfrutar de una conversación, ni de comentar los platos propiamente. El Club Allard es un lugar que intenta resurgir de sus cenizas tras sus diferentes cierres y pérdidas de Estrellas Michelin, hay que darle tiempo para volver a ser un referente.