Experiencias: Un vuelo sin reserva en El Ginkgo

Hoy inauguramos una nueva sección en el blog: “Experiencias”. Con ella queremos contar un día particular, en un lugar en concreto, que pensamos pueda ser interesante y/o entretenido de leer. Todo es 100% real, basado en nuestras propias experiencias y no pretende ser una crítica o queja, sólo… una crónica de una tarde noche cualquiera. 

Esta es la historia de cómo, una noche cualquiera, de un fin de semana cualquiera, decidimos ponernos fashion y visitar una de las terrazas más concurridas de Madrid: El Ginkgo.

Reconocemos que no íbamos vestidas para la ocasión, que es lo que suele pasar cada vez que se acaba en un plan absurdo. Estábamos sandungueras, después de una cenita en un mexicano (pincha aquí para más reseñas) y nuestro primer impulso fue intentar subir a la terraza del RIU. Al ver la cola en zig-zag (a lo parque de atracciones) que se había montado para entrar, consideramos ir a la terraza del Kebab de enfrente (mucho más acorde a nuestros gustos y apetencias, aunque no lo parezca), pero esa noche queríamos glamour, brilli-brilli y sentirnos importantes, así que alzamos la vista al cielo y buscamos la terraza de Plaza de España más brillante y loca de todas… y entonces lo vimos… Luces de colores, un cartel que anunciaba unos supuestos vuelos a países exóticos y una lista de bebidas y cócteles a precios desorbitados. Era ahí e iba a ser ahí. Entramos.

Como viene siendo típico por todo Madrid, la primera pregunta con la que nos topamos fue con la dulce “¿Tenéis reserva?”, que al contestarse con un “No”, continúa con un “Pasen”. Claro que en este caso, el “Pasen” venía con un cargo de 16 € de vellón, sin consumición. Subimos por un amplio y oscuro ascensor y llegamos a una terraza cubierta, con una pista de baile, una barra con miles de camareros de todas las clases (desde los fashion con coletita, a los de bar de toda la vida) y gente bailando y divirtiéndose con sus mejores galas. Sí, no pegábamos nada ahí, pero los 16 euros por usar el ascensor iban a ser amortizados con risas, bailes y fotos de las vistas… o eso pensábamos, porque fue poner los dos pies en la pista y levantar el dedo a lo Travolta y una amable joven con sonrisa, pinganillo y tablet nos volvió a preguntar: “¿Tenéis reserva?”. Aún con la posición de baile preparada, contestamos el “No” pertinente e iniciamos lo que podría considerarse como el primer paso de la mejor coreografía jamás vista en una terraza de occidente, pero la respuesta esta vez fue: “Pasen por aquí”.

“Esa noche queríamos glamour, brilli-brilli y sentirnos importantes, así que alzamos la vista al cielo y buscamos la terraza de Plaza de España más brillante y loca de todas”

Muy amablemente nos abrieron una puerta y llegamos a un pasillo con ascensores y camareros dando vueltas. Entendimos que no ibamos acorde a los estándares de la noche terracil y, como en cualquier gimnasio fashion, nos estaban llevando a la sala del fondo en la que no hay ventanas. Pero otra jóvena con sonrisa, pinganillo y tablet, apareció tras una puerta y fuimos conminados a seguirla y a contestar de nuevo a la ya mítica pregunta “¿Teneis reserva?”. Llegamos a la terraza trasera y se nos permitió elegir entre “las mesas que quedaban”. Tras sentarnos, una nueva persona se nos acercó y nos trajo un QR para ver las bebidas. No fue difícil percatarse de la gran cantidad de camareros y trabajadores con sonrisa, pinganillo y tablet que se movían por todo el recinto. Marchaban de un lado a otro, sin detenerse un segundo, moviendo platos, vasos con bebidas de colores, apretando botones en pantallas, hablando por pinganillo con el resto de Vengadores…

Y así andábamos, observando el tráfago de la vida terracil, cuando el QR nos devolvió algo que no esperábamos y que cambiaría la noche por siempre: “Ginkgo Jet Drunk: nuevo show inmersivo” y citamos textualmente: “El viaje más canalla de la capital.” Deme 10…

“¿Tenéis reserva?”

Uno de los 300 camareros de la terraza se acercó a nosotras y nos preguntó si habíamos decidido ya la bebida y le contestamos que no, que habíamos visto la luz y lo que queríamos era el show loco y travieso, que alumbraría nuestra noche y nos daría el post más épico de todo nuestro blog. Él nos miró, puso cara de canallita, nos guiñó el ojo y replicó: “Voy a llamar a una compañera”. La segunda chica sonriente, con sonrisa, tablet y pinganillo volvió a aparecer en nuestras vidas y nos preguntó qué queríamos, le volvimos a explicar que necesitábamos estar en el show más caliente y animado de la capital. Ella ladeó la cabeza, esbozó una media sonrisa y con una caída de ojos que no veíamos desde Conchita Piquer, nos replicó: “Voy a avisar a una compañera”. Y como si de una película de Christopher Nolan se tratase, desafiando las leyes físicas y lógicas, nos encontramos cara a cara… con la primera jóvena de sonrisa, pinganillo y tablet que nos preguntó (y no es coña): “¿Tenéis reserva?”.

Pero es que la cosa no termina ahí, resulta que el cartel de viajes con precios exagerados que vimos en la puerta de calle de la terraza era parte del show (que inmersivo) y avisaba de las locuras que íbamos a encontrar en la hora que quedaba de “espectáculo calentito…”. Los precios/boarding passes eran los siguientes (por persona): 22€ por un cóctel show selection, 26€ por tres chupitos, 36€ por tres copas o tres cócteles, todo con su entrada al espectáculo. Intrigadas por todo lo que podíamos volver atrás en el tiempo, y asustadas de que en algún momento nos volviesen a pedir los 16 euros por usar el ascensor, nos decantamos por la opción de un solo cóctel y ya decidiríamos el resto según avanzase la noche. La jóvena aplaudió nuestra  elección y nos conminó a volver otro día a por los chupitos y las copas, adjuntando un “… y ya os llevo yo a casa después” que nos hubiese parecido muy sexy, si no estuviésemos totalmente seguras que iría llamando a compañeras y al final no sabríamos con quién íbamos a terminar.

Una vez “sacado el billete”, nos indicaron que teníamos que volver por el pasillo de los ascensores y con los cientos de camareros dando vueltas, llegamos hasta “La Zona 1”, que terminó siendo la pista de baile donde media hora antes estuvimos a punto de amortizar las clases de salsa. Parece ser que en ese momento ya teníamos reserva y podíamos hacer uso de una sala en la que ya habíamos estado, pero ahora… teníamos dos cócteles a elegir. Fuimos a la barra y nos atendió un camarero moderno, mientras otros diecisiete pululaban a su espalda. Nos dió a elegir entre tres bebidas con Bacardi y ya solo nos quedaba disfrutar del espectáculo “más canalla de todo Madrid”

“La jóvena aplaudió nuestra  elección y nos conminó a volver otro día a por los chupitos y las copas, adjuntando un “… y ya os llevo yo a casa después”

Un señor con bigote apareció vestido de piloto y comenzó a dar instrucciones sobre cómo comportarse en nuestro “viaje” a Cuba, comentando cosas como “abróchense los cinturones, no sea que les… empotre… aham…”. Un DJ comenzó a poner ritmos caribeños y pronto salió una chica, vestida de bailarina del Copacabana, bailando y cantando, mientras el “piloto” con bigote y otro “piloto” hacían los coros. Una canción, dos pasos de baile por parte de la cantante y un bailarín y la pista de baile volvió a quedar vacía y con canciones de Shakira y Pitbull (¿qué estará haciendo ahora Pitbull…?).

Y así se fueron sucediendo actuaciones musicales de esta chica y sus dos bailarines, con momentos de vacío y Pitbull, mientras nosotras seguíamos disfrutando de nuestros cócteles. Lentamente, los sucesos comenzaron a ser cada vez más inquietantes. Para empezar porque parecía que molestábamos allá donde estuviésemos. Ya fuese por la maraña de camareros que no hacían más que dar vueltas por todos lados, o porque dos jóvenes sonrientes, con pinganillo y sin tablet nos invitaron amablemente a quitarnos de enmedio para que la cantante pasase o porque esos mismos nos informasen que no podíamos usar una mesa vacía porque era para… nadie, porque siguió vacía. Tampoco ayudó que hubiese una señora muy entregada a la fiesta que corría la pista de baile de arriba y abajo (aunque esto forma parte del intríngulis de las discotecas). La primera jóvena de sonrisa, pinganillo y tablet, nos ofreció ir a otra mesa, pero al llegar, un joven con sonrisa, pinganillo y tablet, le informó que ya estaba cogida. Encontramos un rinconcito en el que solo molestábamos a la señora velocista, quien nos explicó que era “la única danza tailandesa que se había aprendido” (…) y volvimos a apartarnos para “volver a viajar”, esta vez a Brasil. La otrora cantante cubana, apareció vestida de asistente de vuelo y nos intentó enseñar (con poco éxito) una coreografía de viaje.

Al llegar al país carioca, la anteriormente cantante cubana, asistente de vuelo y (pensamos por lo que ponía en el QR) cantante mexicana, se convirtió en (sorpresa) una bailarina brasileña. Volvió a cantar, a bailar y a ejecutar dos pasos de baile con uno de los pilotos, hasta que volvió a desaparecer y entonces… la música bajó. El piloto de bigote salió en camiseta de cachas y comenzó a hacer piruetas y fue en ese momento… cuando TODOS molestamos. Los jóvenes con sonrisa, pinganillo, pero sin tablet comenzaron a hacer espacio y se pidió amablemente que despejásemos la pista de baile. El otro piloto apareció con una camiseta de cachas aún más apretada y nos deleitó con un show de capoeira y fue entonces cuando, apretados como estábamos, intentando no movernos para no llevarnos una patada del bailarín en la cara… decidimos irnos.

Como esto no es una crítica, sino una crónica de lo acontecido, no haremos una conclusión ni del Ginkgo, ni de las bebidas, ni del show. Hay que reconocer que nos reímos muchísimo esa noche y nos lo pasamos muy bien y volvimos muy contentas a casa, sabiendo que el ascensor para bajar… fue gratis. 

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